Ser una persona trans es difícil en cualquier parte del mundo, pero en México puede implicar la muerte.
En 2021 se colocó como el segundo país con más asesinatos de personas trans en el mundo (46 casos), solo superado por Brasil (92), según el monitoreo de la organización Transgender Europe, la violencia cotidiana contra la comunidad no es menor alarmante.
Kenya Cuevas es una mujer luchadora que ha tenido que pasar por procesos de vida difíciles, que inició su vida en una familia disfuncional.
A los 9 años su abuela fallece de un paro cardíaco y ella siendo la menor quedo al resguardo sus hermanos, que eran los primeros actores de la violencia familiar. Una de sus hermanas murió y quedaron seis.
Y la violencia crecía. No me daban de comer, no me llevaban a la escuela, no me atendían. Cuando salí a buscar comida encontré un empleo y a ganar un dinero. Y al darse cuenta mis hermanos me dijeron “aquí quien trabaja da un gasto” y me quitaban mi sueldo.
Y llegó el momento en que me cansé de que mis hermanos me golpearan, me discriminaran.
Un día me salí a caminar al centro de la ciudad, a la Alameda Central, y yo no sabía qué hacer con mi vida, pero lo único que sabía era que ya no quería regresar a mi casa, a esta violencia.
Llegó la noche, y en la oscuridad, una mujer caminó hacia mí. Yo no sabía que era una mujer trans, pero mi corazón en ese momento se identificó con esa mujer, quería ser como ella.
Me dijo “ponte a trabajar, habla con los señores de los carros y te van a llevar aquí a la vuelta, te van a pagar tanto dinero y haz lo que te pidan”. Así fueron sus palabras textuales.
Yo obedecí, hablé con uno de un carro y me llevó al hotel mientras yo le platicaba mi historia de vida, de mi mamá y mis hermanos. Lloré y lloré y le decía “yo quiero quedarme contigo”.
Él se sorprendió pero me dijo: “No puedo llevarte conmigo. Pero te voy a dejar la habitación pagada por una semana y dinero para que comas”.
Les decían “vestidas”, porque en ese momento “trans” no existían.
Me acerqué a una y le dije “yo quiero ser como tú”, y con el dinero que había ganado me llevaron a Compramos una peluca, pestañas, maquillaje, de todo. Yo estaba muy emocionada y me empezaron a arreglar. Y recuerdo una frase que fue muy tajante: “Esta es la primera y la única vez que te vamos a arreglar. Si tú no aprendes es por pendeja”.
“Me quedé contemplando el espejo, pues fue uno de los momentos más felices de mi vida porque logré identificarme y verme realmente como esa mujer que vivió engañada y encerrada en un cuerpo varonil ”.
A esa edad conoció a su nueva familia y entró al mundo del trabajo sexual, con la explotación, violencia y consumo de drogas que conlleva.
Después de 20 años de esta vida, un día en 1999 Kenya llego comprar droga a un picadero. Y ahí de pronto tiran la puerta y gritan “¡policía judicial!”
Nos tiran al suelo y la vieja que vendía la droga la avienta a un lado mío.
“¿Desde cuándo vendes?”, me preguntó un policía. “No, pues yo no vendo, jefe, vine solo por mis piedritas”, le dije.
Me mandaron a la cárcel por “posesión, distribución y venta de cocaína” que entonces era mucho más penado.
“un día me peleé con un interno que me quería violentar. Tenía una navaja, pero logré quitársela y se la enterré en el estómago. Y eso motivó a que me trasladaran al penal de Santa Marta Acatitla femenino”
Salí después de 10 años y tres rebajas de sentencia.
De 2010 a 2016 me profesionalicé en estos acompañamientos de activismo que realizaba, aunque no fuera visible porque lo hacía entre el trabajo sexual. Me decía “que lo que haga mi mano derecha no lo sepa la izquierda”.
Al llegar el 30 de septiembre de 2016, ese día cambió mi vida rotundamente.
Fui testigo del transfeminicidio de Paola Buenrostro, mi amiga, una mujer trans de 24 años que fue asesinada. Era mi compañera desde hacía muchos años en el trabajo sexual.
Varias rechazamos a un sujeto que solicitó servicio sexual, pero Paola aceptó subirse al vehículo y cuando avanza unos pocos metros, escuchamos gritos de auxilio: “¡Kenya, Kenya!”
Vi cómo forcejeaban y escuché tres detonaciones de armas de fuego.
Me quedé impactada, no me podía mover. Y él al darse cuenta de que vi todo, me miró fijamente a los ojos, me apuntó con el arma y accionó el gatillo.
Me negaron el acceso al caso porque dijeron que no era testigo sino una “curiosa” en el lugar.
Me las arreglé para tener un documento de acceso a una audiencia y cuando el juez preguntó si había un testigo, el Ministerio Público me dijo “te invito a que te vayas para que no contamines la audiencia”.
Yo sin saber de leyes, sin saber leer ni escribir, pero confiando en las autoridades y pensando que el hombre fue detenido en el lugar de los hechos, pensé que lo iban a tener en la cárcel.
Pero el juez lo dejó en libertad porque el Ministerio Público no llevó pruebas.
Amenazamos al fiscal y nos entregaron el cuerpo. Lo llevamos a la avenida Insurgentes del centro de Ciudad de México y su ataúd lo pusimos ahí.
Fue nuestra manera de gritarle a la sociedad que a las mujeres trans nos mataban y a nadie le importaba, que a las mujeres trans no nos reconocían, nos violentaban, no nos daban oportunidades laborales, ni de salud, ni de vivienda, ni de derechos humanos.
Antes la causa no era visible, no era acompañado de las autoridades, y la comunidad trans estaba más segregada dentro de la comunidad LGBT.
Tras el asesinato de Paola Buerostro fue visible ante la sociedad, los medios, las autoridades y la academia y se ha logrado ante todos los contextos que se requiere inclusión de todas las comunidades poco favorecidas.
A quienes aún sienten transfobia les digo: dense la oportunidad de conocer a personas trans, a personas diversas.